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¿Pero quién es el Espíritu Santo?

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Queridos Hermanos.

Después de haber celebrado la exaltación de Jesucristo a la derecha del Padre, con la solemnidad de la Ascensión, celebramos en este día la solemnidad de Pentecostés y con ella el envío del Espíritu Santo sobre la Iglesia. De este modo la liturgia nos va llevando pedagógicamente a la vivencia de todo el Misterio Pascual de Jesucristo en cada celebración. Hoy, cuando celebramos el misterio de Pentecostés, culminamos la celebración de este tiempo pascual, aunque sus efectos seguirán presentes en la liturgia y en la vida de la Iglesia. En la liturgia no sólo celebramos y actualizamos el Misterio, sino que lo contemplamos, nos adentramos en él y podemos así vivir lo que San Pablo nos dice en los Hechos de los apóstoles: en Dios vivimos, nos movemos y existimos.

¿Pero quién es el Espíritu Santo? Esta pregunta es urgente y más necesaria que nunca. Ahora no sólo podemos decir que el Espíritu Santo es el desconocido de muchos, sino que hasta termina identificándosele con una cosa. ¿No dice una canción muy repetida algo está descendiendo, algo está descendiendo, algo está descendiendo desde arriba de lo cielos. Eso es el Espíritu Santo. Esto, sin duda, es un error doctrinal, porque el Espíritu Santo no es algo, es alguien, porque es una Persona, es la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Es cierto que nos cuesta mucho identificar al Espíritu con una persona, porque reducimos “persona” a la persona humana. Pero no. Hubo un filósofo antiguo, llamado Boecio, que dijo: persona es sustancia individual de naturaleza racional: sustancia, individual, racional. Esta definición de persona se le puede aplicar a Dios, a los ángeles y a los seres humanos. Existe, por tanto, la persona divina, la persona angélica y la persona humana.

En el Credo decimos: Creo en Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Cuando decimos que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, lo que confesamos es que este Espíritu es el amor que existe entre el Padre y del Hijo. Por eso San Pablo, en la Carta a los romanos, nos dice: El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Es el Espíritu Santo la presencia del amor de Dios en nuestra vida. En este sentido, escuchamos en la segunda lectura de la misa de hoy que nadie puede decir Jesús es el Señor si no es con la fuerza del Espíritu Santo. Dicho de otro modo, nadie puede ser y vivir la vida cristiana si no es por la fuerza del Espíritu Santo.

El lenguaje humano es sumamente limitado para hablar de Dios. No hay palabras suficientes que nos permitan hablar adecuadamente de Dios. Por eso Jesús usó el género de la parábola, los teólogos usan analogías y comparaciones y los místicos usan imágenes y símbolos para expresar la realidad de Dios. Pero siempre con la conciencia de que la palabra humana es insuficiente para expresar el misterio de Dios. Por eso en el Nuevo Testamento encontramos que al Espíritu Santo se le compara con una paloma, aunque no es una paloma. En la primera lectura del día de hoy se le compara con unas lenguas de fuego, pero no es una lengua de fuego. San Basilio Magno lo compara con los rayos del sol, que siendo uno y único, se distribuye en toda la creación y logra su efecto propio en cada uno de los elementos de la creación. San Cirilo de Alejandría, al explicar por qué al Espíritu Santo con el agua, dice que así como el agua es una y única, fecunda a cada una de las plantas según la naturaleza específica de cada una: a la vid, como vid, a la palmera como palmera.

Como cristianos estamos llamados a conocer al Espíritu Santo, de acuerdo a lo expresado en la Sagrada Escritura, en la tradición de la Iglesia y en la teología. Pero más allá de un conocimiento teórico del Espíritu Santo, estamos llamados a vivir la presencia de este Espíritu en cada uno de nuestros corazones. El Espíritu Santo es quien anima la vida de la Iglesia en la acción y el compromiso de hombres y mujeres que son fieles a su vocación dentro de la Iglesia. El Espíritu Santo es quien fortalece el testimonio de los mártires, la consagración de las vírgenes, la sabiduría de los doctores, la audacia de los misioneros, el compromiso de quienes se comprometen en la caridad. El Espíritu Santo alienta la vida de los obispos, de los presbíteros, de los diáconos. El Espíritu Santo hace que los religiosos seamos testigos de la vida y de la santidad de la Iglesia. El Espíritu Santo fecunda la vida de los esposos y hace de cada familia un santuario doméstico en el que Dios es alabado y glorificado.

Que la Virgen, Madre de Misericordia, que estaba en medio de los discípulos el día de Pentecostés, haga posible con su maternal intercesión la presencia constante del Espíritu entre nosotros, para que seamos capaces de vivir la experiencia de un nuevo pentecostés.

Por Fr. Ángel Villasmil, OP.