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Santos entre la Gente Sencilla: Nuestra Madre

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El 1 de noviembre de cada año, los cristianos celebramos gozosamente la Fiesta de Todos los Santos: los beatificados, los canonizados y la incontable multitud de santos anónimos que vivieron una vida sencilla y humilde; entre estos, miembros de nuestras familias. En el undécimo mes de cada año, a los cristianos se nos recuerda, y de modo singular, nuestra vocación a la santidad – y a la felicidad más plena. El buen Dios dice a su querido pueblo: “Sed santos para mí, porque yo el Señor soy santo” (Lev 20,26). 

SANTOS ENTRE LA GENTE SENCILLA

Todos los cristianos -sacerdotes, religiosos y fieles laicos- estamos llamados a la santidad, es decir, “a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (Vaticano II). Esta santidad significa unión amorosa con Dios Padre, por Jesucristo el Hijo de Dios y nuestro Salvador, y en el Espíritu Santo que es el amor del Padre y del Hijo, nuestra gracia. La santidad se alcanza haciendo la voluntad de Dios; practicando el amor a Dios y al prójimo; ascendiendo la escalera de la oración, meditación, contemplación, adoración.

Todos los santos apuntan a Jesús, a quien siguen fielmente, como María Nuestra Señora, con los apóstoles, mártires, vírgenes, confesores – y la gente sencilla que vive su vida ordinaria con fidelidad a Dios y en servicio compasivo a los hermanos y hermanas. En su Exhortación Apostólica Gaudete et Exultate, GE –sobre la llamada a  la santidad en el mundo de hoy-, el Papa Francisco habla de una santidad para todos, acentuando la santidad de gente sencilla, de hombres y mujeres que viven la santidad en sus respectivos hogares. Esta buena gente, que vive su vida in en la presencia de Dios, pueden ser “nuestras madres, abuelas u otros seres queridos” (GE 3). Ciertamente, cada uno de nosotros tiene un santo o más en su familia: padres, madre, hermano/hermana, un emigrante, el pobre que pide limosna a la puerta de una iglesia… En mi caso, estoy seguro –como mis hermanos y hermanas- que nuestra madre es una de las personas entre esa mucha buena gente.

Nuestros padres, Maudilio y Florencia, tuvieron 3 hijas y 5 hijos. Una de las hijas -la primera- murió un año después de nacer, y uno de los hijos  –el más pequeño de todos- unos días después de nacer.  Éramos una humilde y modesta familia de labradores en nuestro maravilloso pueblo El Oso, en Ávila (España). Nuestros padres poseían algunas tierras para labrar y, aunque la vida después de la terrible Guerra civil (1936-1939), era dura, nunca nos faltó lo necesario para vivir una vida digna.  Nuestro padre trabajaba la tierra, una viña y una huerta con pozo artesiano que nos encantaba a todos. Nuestra madre cuidaba de la casa y de los niños. Ella –también todos nosotros- tenía un cariño especial a nuestra segunda hermana, una niña especial con capacidad diferente. También cuidaba con esmero los animales domésticos –gallinas, conejos, cabra, burra, toro; y alimentaba a los visitantes del corral –palomas y pájaros caseros.

Nuestra madre Florencia se dedicaba totalmente a su familia –  marido, hijos. y  sus 10 nietos y 2 nietas. Gozaba con vestirnos de fiesta los domingos y días festivos. Fue el ama de casa perfecta. Cocinaba muy bien, y tenía la casa siempre limpia y ordenada.

MADRE SANTA

De nuestro padre, un exquisito narrador de historias e historietas, aprendimos mis hermanos y hermanas a ser justos y tratar de hacer bien las cosas, pues él era justo y hacía muy bien todo lo que tenía que hacer como cabeza de familia y labrador. Con nuestra madre, experimentamos el amor, la ternura, la piedad verdadera, y la compasión con los pobres, los enfermos y las “benditas almas del purgatorio”. Nuestros vecinos también experimentaron la honestidad de nuestro padre, y la amabilidad y suavidad de nuestra madre.    

Mientras dormía a los pequeños, o cocinaba, o lavaba la ropa, a nuestra querida madre la gustaba cantar alguna canción religiosa, o rezar algunas oraciones cortas. o jaculatorias a los santos, en particular a María Santísima “Madre del amor hermoso”,  a Nuestra Señora de los Remedios, o del Rosario, o del Carmen, o del Perpetuo Socorro, o de Fátima.

El Papa Francisco acentúa dos características de una santidad para hoy: la práctica de las Bienaventuranzas y el llamado “protocolo del Juicio Final en la parábola sobre el Juicio Final (véase Mt 25, 31-46). Nuestra madre practicó fielmente esas dos notas de la santidad.

Florencia fue “bienaventurada”, o feliz: pobre de corazón, humilde, amable, misericordiosa, pacifica, afligida, limpia de corazón… (Mt 5, 1-11). Ella era feliz cuando unos eran felices y sufría cuando otros sufrían. Era silenciosa, y muy piadosa. En nuestro pueblo, nuestra madre siempre iba a Misa cuando se celebraba. Dese 1967, cuando la familia se trasladó a Campamento, un barrio de Madrid ella iba a Misa todos los días. Tenía una gran fe en el buen Dios y confiaba en su divina Providencia. Aceptaba sin cuestionarla, la voluntad de Dios, aunque a veces fuera con lágrimas en los ojos: “Dios lo ha querido, bendito sea”.

Madre tenía una gran devoción al Señor, a María y a los santos. La gustaba rezar y tocar  las estatuas de santos, sobre todo de Jesús y de María. Guardo dos estampitas a las que ella rezaba frecuentemente: una de Jesús cargado con la Cruz (la que se apareció a San Juan de la Cruz) y otra de la Virgen de Fátima. Siempre tenía algunas pesetas en el monedero para poder encender una lamparilla y orar por nosotros y por la paz en el mundo –y para dárselas a los nietos y nietas. Esto me recuerda las palabras del monje Zósimo -cuando era muy joven-, diciendo a su cuidadora: Sigue, querida asistente, enciéndela [la lámpara frente al icono de su habitación], porque esa es tu manera de rezar a Dios.” Recordando su profunda religiosidad, uno comprende mejor “el poder evangelizador de la piedad popular” (EG 122-126).

Florencia nos enseñó muchas oraciones, que todavía recordamos con cariño, sobre todo oraciones para antes de dormir. A San Isidro Labrador, Patrón del pueblo, le cantaba en casa la bella canción que cantaba el pueblo en mayo durante la novena al Santo Labrador. Me sigue encantando la letra: “Danos agua, aunque no lo merezcamos que, si por merecer fuera, ni el suelo que pisamos”.

La oración favorita de nuestra madre era el Rosario, que ella rezaba todos los días, generalmente en la Iglesia antes o después de la Misa diaria, o en familia, y en el pueblo con una hermana suya que era tan santa como ella. (Qué gozada verlas a las dos rezar el Rosario en casa –tan devotas y serenas) A veces la veía rezando el Rosario durante mi Misa, y de rodillas en el primer banco de la Iglesia, el más cercano al altar. La dije, sonriendo: “No está bien que reces el Rosario durante la Misa.” Respuesta sonriente: “Sí está bien, porque lo rezo por ti”.    

No recuerdo quién, pero alguien la había hecho una mala jugada. Yo la dije que quería echárselo en cara. Mi madre me dijo: “Hijo, no lo hagas; para cuatro días que vamos a estar aquí…; lo sentiría mucho que se enfadaran; quiero estar a bien con todos”.  

La cruz es parte de nuestra vida. Nuestra madre cargo con su cruz pacientemente: se acordaba de los sufrimientos de Jesús en la Cruz. Nunca la oí quejarse, cuando sabía que estaba sufriendo física y espiritualmente. Quizás el golpe más fuerte que recibió nuestra madre en vida fue la muerte de su hijo mayor, nuestro hermano ejemplar e icono, a los 57 años. Nunca la había visto llorar tan desconsoladamente. Sin duda, esta tragedia familiar era parte de su “noche oscura”, por la que todos pasamos de alguna manera en nuestra vida. A través de esa noche sombría nunca se quejó al buen Dios. Más bien, se acercó más a Él con fe y aumentando sus oraciones.

AMOR A LOS POBRES

El Papa Francisco nos dice que el amor a los vecinos necesitados –a los pobres- es la prioridad, el distintivo característico de los seguidores de Jesús: “el gran criterio” de santidad también hoy es la llamada de Cristo en el pobre, “Tuve hambre y me disteis de comer…” (Véase Mt 25, 35-36). Nuestra madre cumplió bien el protocolo de la Parábola del Juicio Final. 

Nuestro padre, que raramente nos hablaba de nuestra madre, me dijo un día: “Hijo, tu madre tenía dos clases de amigos: los santos y los pobres”. Tenía gran compasión por los pobres y los que sufren. Nunca vi que un pobre que llamara a nuestra puerta de casa en el pueblo –y en aquel tiempo llamaban bastantes- fuera despedido sin algo que comer: siempre compartía de lo que comíamos o íbamos a comer. Ella nos enseñó a tener sensibilidad con los pobres y los que sufren. Nuestra  madre siempre nos instaba a que termináramos la comida que nos había echado en el plato: “Mirad los niños pobres de Sudan que tienen hambre; no podemos tirar la comida”. (Si alguna vez no podíamos acabarla, ella lo hacia). Tenía un sentido profundo del ahorro y gran alergia a desperdiciar nada).

Era también muy generosa. Algún verano la acompañé a vender sandias y melones a los pueblos vecinos. ¡Lo suyo no era vender! Si la decían que el precio era un poco caro, pues ella aceptaba el precio que la ofrecían: “Bueno, está bien”, decía.

Madre vivía en la presencia de Dios. Tenía una fe profunda y sencilla. Algunos de mis lectores quizás consideren la siguiente historia algo rara. Sucedió en nuestro pueblo. Cuando nuestros padres estaban durmiendo: unos repetidos golpes en la mesa les despertó. Y así por unas cuantas noches. Hasta que un día nuestra madre pensó que quizás los golpes en la mesa se podían deber a que habían trasladado el cuadro de la Virgen del Perpetuo Socorro, que presidia la sala principal, al “sobrao” o desván, donde estaba medio abandonado –sin luz y cubierto de polvo. Así que bajaron el cuadro y lo pusieron de vuelta en la sala central. Se acabaron los golpes. Nuestro padre que no cree en estas cosas me dijo: “Hijo, es verdad. Oí los golpes repetidos varias noches, y cuando pusimos el cuadro en su lugar, no volvió a haber más golpes”. ¿Coincidencia?

LA MUERTE DE MADRE

No tengo la menor duda de que nuestra madre hizo algunos milagros. Empezando por el milagro de su vida: una vida virtuosa de “anawin” de Dios, de pobre de corazón (Mt 5:3). Si yo continuo como sacerdote Dominico, se lo debo en buena parte a ella. Claro, primero al buen Dios, que la concedió esa gracia por las incesantes oraciones diarias para que ÉL la diera un sacerdote, y después para que yo perseverara en los tiempos recios de mis años estudiando en la capital americana Washington DC y los años de “desbandada sacerdotal” después del Vaticano Segundo, cuando ya estabas en Manila. ¿Por qué no lo dejé cuando tantos a mí alrededor lo hicieron? Sobre todo, por intercesión de nuestra madre. ¿Cómo la iba a decepcionar Dios Padre, a pesar de mis deficiencias y debilidades? Y no la decepcionó. Y aquí estoy, ¡todavía pecador!

En sus últimos días en el hospital –después de sufrir una hemorragia cerebral-, nuestra madre rezaba el Rosario todo el tiempo –conmigo o ella sola. La pregunté: ¿Para qué rezas el Rosario todo el tiempo? Me contestó con una serenidad increíble y una esperanza segura: “Para una buena muerte”. Me pidió que cuando muriera la pusieran en las manos un Rosario de Jerusalén que yo la había regalado. Cuando ya iba a morir pronunció sus últimas palabras: “Ave María Purísima”. Admirable: estas eran las palabras que los pobres decían cuando golpeaban en nuestra puerta pidiendo limosna, y nuestra madre, desde dentro de casa contestaba: “Sin pecado concebida”. ¿No podría estar llamando a la puerta del cielo para que San Pedro –Patrono de la preciosa Iglesia barroca de nuestro pueblo- le abriera? Era el 7 de agosto del año 1992, cuando la faltaba un mes para cumplir los 80. Un detalle agradable para mí: se la llevó el Señor a las ocho de la noche. Entonces ya era el 8 de agosto en Filipinas, donde yo vivía, es decir, el día de la Fiesta de nuestro Santo Padre Fundador Domingo de Guzmán.

Un hombre sencillo de nuestro pueblo El Oso me decía una tarde de verano morañego: ¡Tu madre no tenía que morir nunca; es tan buena!”. Una joven filipina que trabajó en Madrid por muchos años y se hizo amiga de mi madre: “Solamente he encontrado una santa en España: tu madre.”

Hay mucha gente buena que vive su vida sencilla y humilde en  la presencia de Dios.  Son los santos y santas anónimos, también “aroma de Cristo ofrecido a Dios en nuestro mundo (cf. II Cor 2,15). No tengo la menor duda de que nuestra madre es una de ellas: una santa. Que ella y vuestros queridos santos familiares nos protejan y ayuden.  

Por Fausto Gómez Berlana OP